Más allá de la cínica corrupción

    Colman razones para dedicar esta sucinta reflexión a la intrínseca relación entre la ética y la política.

    La propagación de la corrupción (de la que ningún país está exento); el crecimiento de la desigualdad social en Latinoamérica; el ascenso de la ultraderecha alrededor del mundo; la crisis de la globalización; los desafíos al orden internacional liberal o, incluso, la tensa situación política de Venezuela, constituyen ejemplos palmarios para ilustrar una tesis en común: los políticos y los funcionarios no sólo eligen entre opciones de política, sino entre opciones morales y, en el ejercicio de su profesión enfrentan dilemas que ponen en conflicto ambos valores. Desde cualquier coordenada del orbe, hablar de ética en los políticos y gestores, significa también, hablar del presente y futuro de las naciones.

    En un mundo convulso, en el que ‘lo viejo no ha terminado de morir y lo nuevo no ha terminado de nacer’, también resulta prioritario hablar de ética porque la desafección y el pesimismo generacional de nuestro tiempo, han puesto de manifiesto la insostenible e inadmisible legitimidad del poder público cuando se utiliza para favorecer intereses personales o de élite.

    Más allá de la cínica corrupción, hay otras verdades que son incómodas. Por ejemplo, la captura de las políticas por parte de grupos empresariales poderosos. En España, las empresas eléctricas han logrado ser favorecidas por la legislación mediante vías completamente legales (esto nos suena muy familiar a los mexicanos), lo cual exhibe un claro dilema entre la ética y el derecho, porque si la norma surge en un régimen democrático, al menos en teoría, el derecho y la voluntad popular deberían estar en armonía. Pero, ¿en realidad es así?, ¿todas las normas expresan genuinamente la voluntad popular?, ¿no hay algunas capturadas por grupos u otras producto de negociaciones espurias entre políticos? Aunque esto es legal, ¿es ético?

    Pero esta situación no es privativa de España, sino de muchos países de Europa y América Latina porque la corrupción no tiene denominación de origen mexicano. Preguntas como: “¿cuánta desigualdad puede aguantar la democracia?”, “¿cómo debe ser regulado el cambio tecnológico para reorganizar la producción y las relaciones laborales y sociales en favor del progreso y la lucha contra la desigualdad social?” o “¿Qué implicaciones morales tiene ser de extrema derecha o izquierda?” no tienen un contenido exclusivamente político, sino también valorativo.

    Por tanto, ¿podríamos vivir sin ética? ¿es posible aislar el concepto de política de la ética? ¿Sólo los políticos enfrentan dilemas éticos? El funcionario público, aunque no es elegido por un poder soberano, ¿sólo obedece decisiones y procedimientos técnicos? O, ¿también afronta disyuntivas morales? ¿los productos del Estado son únicamente políticos o tienen un componente moral? ¿cuáles son las cualidades que hacen a un buen político o funcionario?¿la ética es sólo deliberación reflexiva o es un conocimiento aplicado? ¿cuáles son los fundamentos de la deliberación ética?

    Si algo sabemos sobre la ética es que es una manera de obrar conforme los derechos humanos, valores cívicos y principios fundamentales. Es un conocimiento aplicado a las decisiones humanas que trasciende la meditación o contemplación. Si la política es la búsqueda del bienestar colectivo y, a la vez, la lucha por el poder, hay entre estos dos fines una tensión ética muy fuerte.

    ¿Es preciso calificar como utópica, idealista o romántica la tesis de que los políticos y funcionarios desarrollen sensibilidad, juicio, motivación y carácter moral? Los conservadores como Henry Taylor dirían que, un carácter puramente ético sería inadecuado para decidir y resolver el mundo real de la política y la gestión pública. Bajo esta lógica, Taylor aludió que John Stuart Mill no tenía “los pies en la tierra” porque por un lado quería influir en la práctica, pero por otro, era incapaz de aceptar las renuncias y compromisos necesarios que implicaba.

    El devenir histórico le dio la razón a John Stuart Mill, pues aquellas intervenciones que durante su período como parlamentario sonaron ‘extravagantes’, absurdas,  anacrónicas y faltas de moral, depararon en verdades para su siguiente generación. Tal es el caso de su reclamación por el voto femenino en 1867. Hoy, una obviedad para la generación contemporánea.

    Los hombres y mujeres de absoluta integridad moral, siempre serán faros de luz que guíen e inspiren a la sociedad a mejorar lo existente. Pensar que merecer políticos virtuosos es utópico, es la mayor claudicación social. En palabras de Max Weber, los buenos políticos y funcionarios serán aquellos que superen la “excitación estéril” que se produce cuando su conducta únicamente se orienta por la “ética de la convicción”; es decir, la entrega a una causa y a los ideales que lo inspiran (aunque muchos no cumplen ni con esta fundamental condición).

    Es necesario acompasar la “ética de la convicción” con la “ética de la responsabilidad”, no se trata de una ética buena y otra mala, ni de la superioridad de una sobre otra, sino de la confluencia entre ambas, como necesarias cualidades en un político de talla: “La pasión no convierte a un hombre en político si no está al servicio de una ‘causa’ y no hace de la responsabilidad con respecto a esa causa la estrella que oriente su acción.”

    APÉNDICE: La formación de un carácter ético y moral es el mejor antídoto para la corrupción. No hay países inmunes a la corrupción. Aunque en España, no es sistémica, en el sentido de que no hay ‘mordidas’ de los ciudadanos hacia los funcionarios para el intercambio de mejores servicios públicos o privilegios, como en el caso de México, lo cierto es que está asociada a la contratación pública de empresas para la provisión de esos servicios y la financiación de partidos y campañas políticas.

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