Hacia una lógica presupuestal distinta para Sinaloa

    José Antonio Penné Madrid.

    Por el alto contenido político que tiene el presupuesto público, siempre es importante que los gobiernos actúen en forma inteligente para que la negociación y la búsqueda de consensos generen la estabilidad y el equilibrio necesarios en la división de poderes, de tal forma que la relación no se vuelva arbitraria, caótica, derivando en una situación de divisionismo que poco contribuye a generar condiciones para el desarrollo que se merece la sociedad. Es preciso entender que todo el recurso que está en juego, equivale al sacrificio monetario que hacen los ciudadanos para que el Estado produzca Valor Público (más bienestar social y un mejor entorno productivo). Pero, ¿cómo se puede reducir ese caos presupuestal de fin de año, como el que se acaba de presenciar en Sinaloa? Sugerimos dos mecanismos.

    Primero. No dejar todo para el último. Es necesario modificar las reglas del juego, para que los legisladores participen a lo largo del año en las distintas fases del ciclo presupuestal: en la planeación, monitoreo, evaluación de las políticas y programas públicos, excepto en su ejecución.

    La idea es que el proceso de debate legislativo sobre el presupuesto no inicie después del último sábado de noviembre -fecha que por obligación constitucional el ejecutivo entrega la iniciativa de Ley de Ingresos y Presupuesto de Egresos al legislativo-, sino que se dé a lo largo del año un trabajo más intenso por parte del Congreso del Estado y sus comisiones en coordinación con el ejecutivo (llamando a comparecer a los titulares de las dependencias, monitoreando indicadores y resultados de las evaluaciones de políticas y programas públicos, así como contar con información de calidad sobre los avances presupuestales y su justificación, todo ello auxiliado por los asesores del Congreso y la Auditoría Superior del Estado).

    Si no se reduce ese déficit de intervención de los legisladores en fases clave del ciclo presupuestal, tenderá a acentuarse el caos en el proceso legislativo de diálogo, discusión y aprobación del presupuesto en los años por venir. Por ello, es sano pensar que la intervención dinámica de los diputados en las fases en mención, puede resultar benéfica para la estabilidad y equilibrio de los poderes del Estado. Parte del equilibrio estriba en que los poderes ejecutivo y legislativo se comuniquen en el mismo idioma y se reduzca la asimetría de información hasta ahora en desventaja para los legisladores.

    En la planeación de las políticas y programas públicos, las dos partes esenciales consisten en definir los problemas públicos, sus vías de solución y los resultados que se pretende generar mediante instrumentos de intervención; al respecto, llegan a ser desde exiguos hasta nulos los incentivos que posee la mayor parte de los legisladores por tener claridad al menos sobre los principales problemas públicos, su dimensión o magnitud, el perfil de la población que los padece, el espacio geográfico donde está asentada, y qué dependencias u órdenes de gobierno son responsables de dar cumplimiento a este cometido. La Vox Populi que encarnan los diputados, si algo debe tener presente es conocer el potencial que tienen los instrumentos de intervención (políticas y programas) con los que el Estado convierte el malestar en bienestar social; de otra forma, cómo pueden abogar los diputados para que los ciudadanos obtengan un mejor retorno de sus contribuciones, y así abonar al pasivo electoral pendiente.

    Lo anterior conduciría a que, en cierta medida, los legisladores tuvieran una mayor claridad sobre los objetivos que deben cumplir los gobiernos y la forma en que éstos buscan medir el éxito de sus políticas públicas mediante indicadores de desempeño o resultados. En ocasiones he pensado que un buen presupuesto orientado a resultados comienza con un presupuesto debidamente vinculado a problemas públicos y sus soluciones.

    Precisamente, esto llevaría a pensar que cualquier modificación presupuestal (que realicen los diputados) debe tener presente la relación costo/efectividad, es decir, si se retiran recursos a ciertos programas para entregarlos a otros, se pensaría que es porque estos últimos tienen al menos el mismo (o un menor) costo, y presentan una mayor efectividad. Pero la efectividad se relaciona con los resultados de las políticas (cuyo telón de fondo es la reducción de problemas públicos). Entonces, si los legisladores no cuentan con información suficiente sobre los problemas, las alternativas de solución y los resultados de las políticas y programas públicos, pueden estar produciendo iatrogenia presupuestal (alteración, especialmente negativa, del estado de salud del paciente producida por el médico).

    Si no tienen información veraz sobre los principales problemas públicos, indicadores y resultados cuantificables, les será difícil a los diputados tener bases para monitorear el desempeño de los titulares de dependencia y llamarlos a una rendición de cuentas de calidad, cuando las políticas y programas públicos a su cargo estén dejando mucho que desear en término de resultados y de la cantidad de presupuesto erogado. Los legisladores no deben dejar pasar el tiempo en espera de que les sea entregada la Cuenta Pública para comenzar a hacer valoraciones a partir de cifras referidas a seis o doce meses atrás (además, la evaluación financiera ya es un recurso muy pobre para medir la efectividad de los gobiernos; hoy se trata de evaluar resultados de Valor Público); la vigilancia permanente de los resultados de las intervenciones de cada dependencia debe formar parte de la productividad legislativa y de sus comisiones.

    Los resultados de las evaluaciones de las políticas y programas públicos y su mejora continua no deben ser mecanismos ajenos al ojo legislativo, por el contrario, deben alentarlas a fin de conocer las políticas que funcionan y las que significan un “barril sin fondo” presupuestal, carentes de resultados.

    En este sentido, conocer los elementos clave sobre el diseño de las políticas públicas, en lo concerniente a problemas, objetivos e indicadores para la medición de resultados, así como el monitoreo permanente, las conclusiones de las evaluaciones y la mejora continua de políticas y programas públicos, deben formar parte de la Agenda Legislativa. La calidad del gasto público no es un asunto privativo del poder ejecutivo, sino que en ello tiene una fuerte dosis de responsabilidad la asistencia y grado de involucramiento de los legisladores.

    Segundo. Empoderar al gabinete. Que la voz de los titulares de las dependencias y entidades públicas se haga escuchar en las distintas fases del ciclo presupuestal.

    El involucramiento legislativo al que hemos hecho referencia no será posible si de parte del ejecutivo, específicamente de los titulares de las dependencias, tampoco existe, para empezar, un serio diseño de políticas y programas públicos: diagnósticos bien estructurados que sean reveladores de los problemas públicos y de la hechura de objetivos y prioridades definidas, de la aplicación de metodologías robustas para la medición de resultados, y conocer las recomendaciones que se derivan del monitoreo y la evaluación de dichas políticas, a fin de que lleven a cabo la mejora continua.

    Si los titulares de dependencia y su equipo no tienen precisión sobre los problemas públicos, sus alternativas de solución basadas en criterios costo/efectividad, la población objetivo, los indicadores y sus resultados cuantificables, entonces la interrogante sería: ¿cómo y con qué elementos pueden entrar éstos en un diálogo productivo con los legisladores, ante quienes deben comparecer?

    Para el buen monitoreo y evaluación se requiere, en parte, complementar los Informes Trimestrales y de la Cuenta Pública -que se entregan al legislativo-, con información de resultados basados en indicadores, además de integrar las recomendaciones que hacen los evaluadores a las políticas y programas. También, asegurar que las dependencias sean capaces de operar por políticas públicas más que comportarse como meros ejecutores de gasto en acciones dispersas, que abonan poco a la producción de Valor Público. Que se entienda que el equilibrio deseado también depende de que la Secretaría de Finanzas presupueste cada vez más en apego a resultados y ponga ciertas reglas del juego, y que los titulares de las dependencias hagan valer su voz en el proceso de diseño presupuestal, y adquieran el estatuto de verdaderos ejecutores de un gasto público sujeto a prioridades, que responden por los resultados (o la falta de éstos) ante la ciudadanía. Por ejemplo, supongamos que el Secretario de Finanzas de algún estado impone mediante el presupuesto las prioridades sin escuchar la voz de los titulares de las dependencias, tal vez se podría estar convirtiendo en el mejor Secretario de Educación o de Salud, pero no en el mejor Secretario de Finanzas.

    A su vez, las dependencias deben hacerse responsables de la hechura y ejecución de sus políticas y programas públicos, de sus objetivos, indicadores y metas, además de realizar los cambios sugeridos por el monitoreo y las evaluaciones. Si la cultura del monitoreo y la evaluación es pobre en los gobiernos, ¿cómo se puede saber si las asignaciones presupuestarias están generando beneficio social y/o productivo?

    Desde luego que, si bien esto no es una panacea para la plena estabilidad y equilibrio de poderes del Estado, sí es un mecanismo de coordinación ejecutivo-legislativo que podría ser altamente productivo para limar el sesgo de sobrepolitización que hasta ahora acusa el proceso presupuestal en Sinaloa. Ante ello, ¿cuál debe ser el papel de los llamados superdelegados? Esto lo abordaremos en otro artículo. Por lo pronto, debemos estar atentos.

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